martes, 7 de septiembre de 2010



La canción.
“Camina lento por ahí

sin verlo ya está aquí

no te inquietes no llores más

que en la casa no va a entrar.

Duerme mientras él se va

no te olvides de olvidar…”

Desde pequeña mis hermanos me asustaban con la historia de un hombre que recorría las casas, por las noches, en búsqueda de su próxima acompañante. A este hombre nada lo detenía, ni puertas ni ventanas, sin importar lo aseguradas que estuvieran. Cada vez que se escuchaba algún ruido, durante la noche, mis hermanos cantaban a coro la misma canción.

Odiaba esa canción. Cada vez que la escuchaba, lo cual sucedía cada noche, salía corriendo a los brazos de mi mami. Recuerdo, que lloraba sin tregua en su regazo, mientras ella los regañaba a viva voz, haciéndoles prometer que no lo volverían a hacer. Pero los esfuerzos de mi madre nunca dieron fruto, ya que todas las noches se repetía la misma secuencia: mi padre llegaba exhausto del trabajo, me recibía con un gran abrazo y siempre me decía que mi sonrisa le traía paz; mi madre, entre retos cariñosos, me mandaba a costar junto con mis hermanos. Corria a mi pieza, me colocaba pijama, decía mis oraciones y cuando iba a despedirme de ellos, mis hermanos, me interceptaban para molestarme.

Fue una noche muy oscura, cuando mi padre puso un alto definitivo a la famosa “cancioncita”. Esa fue la noche más tranquila e inolvidable de mi vida. Por fin, en muchos años, pude dormir tranquila, sin miedo a los ruidos del campo, sin miedo al crujir de una puerta, sin temor a los pasos, cálidos y livianos, que recorrían la cocina, el comedor, y que se abrían paso hasta las habitaciones de mis padres y hermanos, que lleno el aire de gritos, gritos que fueron seguidos por los golpes de muebles.

Cuando estos pasos llegaron a mi puerta, no tuve miedo, seguí tapada y recostada en mi cama, sin mirar todo ende redor. Estaba demasiado tranquila, como asumiendo de que los llantos y gritos de sufrimiento jamás hubieran sucedido. Fue entonces, cuando se abrió la puerta suavemente, crujiendo tanto las maderas como las bizarras oxidadas. En medio de la lúgubre noche, entro en mi cuarto, un hombre de vestimenta sencilla y gastada, que en su mano derecha llevaba un hacha. Se aproximo lentamente y se sentó a los pies de mi cama sin hacer ruido alguno. Me observo por unos instantes y dijo:

-¿no vas a gritas ni a ponerte a llorar?

Le respondí que “no”, con un suave movimiento de cabeza.

- ¿no vas a llamar a nadie? – preguntó, todavía con una sonrisa en los labios.
- No – dije, sin darme cuenta de lo que hacía.
- Mm… me alegro, porque ninguno de ellos nos va a venir a interrumpir.


En ese momento se me congeló todo el cuerpo. No podía moverme ni articular ninguna palabra, mientras que el misterioso visitante se acercaba, dejando que por el aire viajara el miedo y la desesperación. Quería gritar, correr y decir mil cosas con tal de detenerlo, que no siguiera avanzando. Ya solo estaba a tres pasos de mí. Cerre los ojos, aun que rogue por que solo fuera un sueño, aun podía escuchar su respiración a mi lado. Sentí que trataba de tocarme. Una lagrima rodo por mi mejilla y…

No recuerdo con claridad que fue lo que paso con el visitante del hacha, solo sé que desperté cubierta, de pies a cabeza, de una sustancia roja, que se esparcía también por mi cama y por el suelo. También recuerdo, que en mis manos , aun sostenía fuertemente, un hacha cubierta de lo mismo. Fue entonces cuando por fin rememoré la última parte de la canción:

“… que si volteas hacia mi

todo rojo acabará

porque en tu pecho

un hacha encontrarás”.

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